La lengua castellana es de escritura vistosa. Cuando leemos un texto, encontramos adornos: diéresis y virgulillas, por ejemplo, que dan a cada línea un movimiento particular que otras lenguas no poseen.
Sin embargo, estos “adornos” son mucho más que eso; son parte integrante de una letra, pertenecen a una palabra, dan a las palabras su verdadero significado y estas, a su vez terminan por dar el verdadero sentido a una oración. Es decir, esos elementos decorativos en realidad cumplen una función.
No es lo mismo pingue que pingüe. No es lo mismo un moño en mi cabeza que un mono en mi cabeza. Y, definitivamente, no es lo mismo que mi novio me regale un buqué a que me regale un buque. Las flores son más románticas, pero se marchitarán; de la embarcación puedo sacar buen dinero si navegar no es lo que me apasiona.
Con las tildes de acentuación ocurren casos curiosos que, en general, parten de esa tendencia propia del ser humano de no querer respetar reglas. Y sí, vivimos en un mundo en el que prácticamente todo está normado, y sujetarnos a normas no siempre es nuestro mayor deseo. Y las reglas del lenguaje no son la excepción. Sin embargo, son fáciles y de aplicación sencilla. Para aprender la normativa básica se requiere tanto como cinco minutos (las famosas palabras agudas, graves y esdrújulas). Puede complicarse un poquito con los monosílabos (10 minutos) y con las tildes diacríticas (¿veinte minutos?).
No obstante, aparecen esos casos curiosos: que a las palabras en mayúscula no se les pone tilde, que no se tildan las iniciales mayúsculas, que no le ponemos tilde porque igual se entiende, que a veces se tilda y otras no, etcétera, etcétera.
Hace poco tuve que firmar un contrato. A veces, este tenía una CLÁUSULA y otras una CLAUSULA; mi nombre, MARÍA, siempre escrito sin tilde. Así que no soy MA-RÍ-A, sino MA-RIA. Queda bonito, pero no es mi nombre.
Y también hay casos peculiares, en los que se tilda todo. Ante la duda, ¡pongamos tildes! Días atrás un amigo me hizo reír cuando me dijo que a veces hay una lluvia indiscriminada de tildes en los textos. El origen es el mismo: no remitirse a las reglas. He aquí un recorte del diario Gestión, de fecha 2 de agosto de 2015, que ilustra el tema:
Sin embargo, estos “adornos” son mucho más que eso; son parte integrante de una letra, pertenecen a una palabra, dan a las palabras su verdadero significado y estas, a su vez terminan por dar el verdadero sentido a una oración. Es decir, esos elementos decorativos en realidad cumplen una función.
No es lo mismo pingue que pingüe. No es lo mismo un moño en mi cabeza que un mono en mi cabeza. Y, definitivamente, no es lo mismo que mi novio me regale un buqué a que me regale un buque. Las flores son más románticas, pero se marchitarán; de la embarcación puedo sacar buen dinero si navegar no es lo que me apasiona.
Con las tildes de acentuación ocurren casos curiosos que, en general, parten de esa tendencia propia del ser humano de no querer respetar reglas. Y sí, vivimos en un mundo en el que prácticamente todo está normado, y sujetarnos a normas no siempre es nuestro mayor deseo. Y las reglas del lenguaje no son la excepción. Sin embargo, son fáciles y de aplicación sencilla. Para aprender la normativa básica se requiere tanto como cinco minutos (las famosas palabras agudas, graves y esdrújulas). Puede complicarse un poquito con los monosílabos (10 minutos) y con las tildes diacríticas (¿veinte minutos?).
No obstante, aparecen esos casos curiosos: que a las palabras en mayúscula no se les pone tilde, que no se tildan las iniciales mayúsculas, que no le ponemos tilde porque igual se entiende, que a veces se tilda y otras no, etcétera, etcétera.
Hace poco tuve que firmar un contrato. A veces, este tenía una CLÁUSULA y otras una CLAUSULA; mi nombre, MARÍA, siempre escrito sin tilde. Así que no soy MA-RÍ-A, sino MA-RIA. Queda bonito, pero no es mi nombre.
Y también hay casos peculiares, en los que se tilda todo. Ante la duda, ¡pongamos tildes! Días atrás un amigo me hizo reír cuando me dijo que a veces hay una lluvia indiscriminada de tildes en los textos. El origen es el mismo: no remitirse a las reglas. He aquí un recorte del diario Gestión, de fecha 2 de agosto de 2015, que ilustra el tema:
En este titular de página, llovió la tilde en el sustantivo “huida”. Se trata de una palabra grave, es decir, el acento tónico recae sobre la penúltima sílaba, en este caso el diptongo ui. Las palabras graves llevan tilde únicamente cuando no terminan en -n, en -s o en vocal. En este caso, la palabra termina en vocal, por lo que no lleva tilde. Ocurre lo mismo, por ejemplo, con los vocablos “suiza”, “ruina”, “jesuita”, “concluida”, “construida”, etc., que a menudo aparecen con tilde cuando no deben llevarla.
En síntesis, nadie nace sabiendo y nadie vive sabiendo todo, pero todos vivimos con la posibilidad de aprender. Somos afortunados por tener una lengua tan rica en vocablos y en “adornos”. Y dedicando unos pocos minutos a las reglas sabremos cuándo adornarlos y cuándo no.
En síntesis, nadie nace sabiendo y nadie vive sabiendo todo, pero todos vivimos con la posibilidad de aprender. Somos afortunados por tener una lengua tan rica en vocablos y en “adornos”. Y dedicando unos pocos minutos a las reglas sabremos cuándo adornarlos y cuándo no.